martes, 1 de septiembre de 2015

El cielo llora por mí


Sergio Ramírez (Masatepe, 1942)/ Alfaguara (2008)/ 290 páginas.






En primer lugar, quisiera tomar posición sobre una polémica que ya tiene larga data en relación a esta novela, y es que, desde su publicación, la nomenclatura sobre su género ha virado desde la novela negra hasta la novela policiaca, pasando por la novela-problema. Para quien suscribe, se está frente a una novela policiaca por una razón contundente (propuesta, originalmente, por César E. Díaz en su libro La novela policíaca: síntesis a través de sus autores, sus personajes y sus obras): Y es que este término (novela policiaca) abarca relatos disímiles en sus construcciones y caracteres, es decir: heterogénea; sobre todo si nos referimos una novela policiaca latinoamericana. Creo que Julio Ortega sintetiza mejor esta idea al decir que “la novela policial goza de salud en español gracias al humor negro y el feroz escepticismo que ejercita contra la corrupción rampante. Esa ironía, felizmente, nos cura en salud”.

También es ilustrativo cómo el crítico Ortega logra desentrañar el verdadero espíritu que tiene el protagonista en este tipo de novelas: “…el investigador no es héroe sino un sobreviviente de la verdad improbable”. Contra esta verdad improbable se revela Sergio Ramírez y plantea desde dos grandes enigmas de su novela (primero, saber a quién le pertenece la sangra hallada dentro del yate; y segundo, descubrir si la droga encontrada tiene relación directa con el narcotráfico en Nicaragua) la oportunidad que su protagonista-investigador (Dolores Morales, verdadero sobreviviente de la revolución sandinista: sin una pierna y viviendo casi en la pobreza; aun así, es incisivo e irónico), sin arrogarse aptitudes de héroe sensacionalista, se imponga con la triunfal verdad –quizás emparentada directamente con la esperanza de una sociedad, de una nación–, aunque ésta haya sido alcanzada con pérdidas irreparables.

Esta esperanza que sostiene la búsqueda de la verdad se justifica, y se despliega en la obra a manera de paratexto social, político y cultural (incluido el religioso); logrando que el lector se moje con el chubasco, se parapete ante las ráfagas de balas, se aflija con la muerte de una hija o colega de trabajo, en resumidas cuentas: que se ensucie los zapatos y, porque no, los pies de una
realidad bermeja y, a la vez, dadora de oportunidades. Por ello el título de la novela no solo es poético sino también significativo, y emerge de una conversación que sintetiza el espíritu de la novela policíaca latinoamericana, acaso uno de los pasajes más memorables de esta novela:


-No me voy a poner a llorar –dijo Lord Dixon–. El cielo llora por mí.-Te jodiste, ya dejó de llover –dijo el inspector Morales.-No importa-dijo Lord Dixon, y volvió a toser –. Es una figura literaria (p.247)




Entonces, ¿cuál es el tema principal que propone esta novela? No es solo describirnos una sociedad nicaragüense tugurizada, conflictuada con demandas sociales y corrompida por el lastre del narcotráfico, donde los intereses y los fines justificadores de medios han atravesado distintas instituciones sociales y políticas, por un lado; y el repaso de un neoliberalismo, incipiente como agresivo, con su cultura de comidas rápidas, grandes gasolineras y edificaciones modernas, que se desarrollan dándole la espalda a una gran parte de la sociedad, y a una minoría, aculturándola, por otra parte. Es, sin lugar a dudas, el poder el tema principal; un poder maligno, matizado con su consecuencia lógica: la violencia. Esta violencia e injusticia se reconoce en la marginación y la miseria de aquellos, que como el inspector Dolores Morales, se enfrentan a un sistema –en la novela, instaurado después de la revolución sandinista, y donde los principales personajes se reconocen como ex partidaristas– que bajo la estela de la corrupción trata de cubrir todo y a todos; pero no lo logra en su totalidad, ingresando así la esperanza por el resquicio que ciudadanos, como el protagonista, persisten en mantenerlas abiertas a través de valores morales (no es gratuito que el inspector se llame Dolores Morales).

Ya por la década del 70 del siglo pasado, Roland Barthes, ponía énfasis en la importancia que implica el apellido en cuanto su validez semántica. Está claro que Sergio Ramírez utiliza este recurso para lograr un doble efecto referencial en su discurso a través de este dato: el vínculo intrínseco entre dolor (Dolores) y moral (Morales), que parece ser una construcción dicotómica. De similar catadura moral son descritos Bert Dixon (Lord Dixon), colega y amigo de Morales, el comisionado Selva e, inclusive, doña Sofía.

Literalmente, el personaje de doña Sofía merecía un párrafo aparte, y no solo porque sea el personaje femenino más complejo e interesante por su astucia e improvisación ante situaciones apremiantes, capacidades adquiridas en su estadio como militante guerrillera; sino porque dentro de la trama se convirtió en una verdadera piedra de toque, debido a que fue ella quien logra descubrir los dos misterios planteados y que dinamiza esta novela policíaca, en su momento planteados como hipótesis por ella misma: por un lado, averigua por qué y cómo mataron a Sheila Marenco; y por otro lado, la justificación de la presencia de los dos capos de los cárteles de Cali y Sinaloa en tierras nicaragüenses. Quienes planificarían una nueva ruta comercial de la droga, optando por el lado del océano Pacífico, es decir, desde Colombia hasta México de forma directa. Una marca intertextual se evidencia cuando doña Sofía descubre la tarjeta con un nombre y demás datos que la llevan a inferir la identidad del cadáver: la señora Smith (Sheila Marenco), dentro del libro El cantor de tangos, de Tomás Eloy Martínez.

En ese sentido, otro personaje importante y entrañable es Lord Dixon por su nivel de instrucción, acuciosidad y sentido de humor, atributos que lo hacen simpático ante otros personajes como ante los lectores. Sin buscar una homologación directa, puedo decir que se trata de una versión latinoamericana de John Watson, el compañero de Sherlock Holmes. Su muerte es motivo no solo del desenlace de la novela: se inicia un mega operativo policial que concluye con la eminente captura y deportación –mediante la DEA– de los dos capos narcotraficantes; sino que a partir de este suceso, la humanidad y la convicción de hacer lo correcto y pagar el costo que este tiene, erige a un Dolores Morales triunfante, logrando asir en sus manos el poder de la verdad.

Finalmente, la novela está escrita por un leguaje-código propio de las novelas policacas y más aún si son latinoamericanas, es decir existen coloquialismos, giros orales, replanas y frases irónicas como cuestionadoras. Es una novela alegórica también, por ello mencioné que se puede leer también desde un nivel paratextual, por esto creo que el par dicotómico lo conforman Morales (representante de la moral, de sensibilidad social y que va tras la verdad) y Caupolicán –otra marca intertextual, apodo que es epónimo de un soneto dariano– (corrupto, individualista y traidor). Este par tiene como línea fronteriza
el poder, pero un poder jánico: Por un lado, está el poder de lo corrupto, de la opresión, de lo pragmático y envilecedor, aquel que anhela alcanzar Caupolicán. Y por otro lado, se yergue el poder de la verdad, de la justicia, de lo correcto, el que persigue Morales y al que logra alcanzar. Queda en el lector ubicarse, tras la lectura de esta novela policial, en uno de estos tipos de poderes.

César Ureta Sandoval, setiembre del 2015.